martes, 2 de abril de 2013

EN EL ASIENTO TRASERO DEL SEAT 124


Recuerdo cuando viajábamos al pueblo en el coche de mis padres. Dulces recuerdos y plácidos viajes. Viajes sin prisas, viajes alegres. Solíamos salir pronto, a eso de las ocho o las nueve de la mañana. Para trescientos quilómetros parábamos a mitad de camino más o menos, en una especie de área de descanso que tenía una locomotora antigua a modo de monumento. En este área situada en medio de Ávila, Segovia y Salamanca, nunca he sabido exactamente donde estaba, había un pinar con unas mesitas de piedra y a lo lejos las llanuras castellanas. Mi madre, que era la encargada del rancho, tenía preparado casi siempre tortilla de patatas en un "tupper". Naturalmente estaba fría, pero estaba buenísima. Todo en este viaje era buenísimo. Nada más salir de Madrid la ilusión y la felicidad se veía en nuestras caras. Era verano, mis padres jóvenes, fuertes y con salud. Sus tres hijos estaban en el asiento trasero del Seat 124 blanco, con una ilusión desmesurada. Después de la gustosa parada y el "pipí" de rigor continuábamos hacia nuestro destino, sin premura, disfrutando del viaje y del momento. Mis padres hacían algún comentario como "de este pueblo que hemos pasado es el marido de Celia". Sin darnos cuenta llegábamos a la tierra prometida, siempre antes de la hora de comer. Aquí comenzaba un mes de vacaciones, aquí comenzaba un mes de felicidad.

Los años han pasado y estos viajes han cambiado. Para trescientos quilómetros a nadie se le ocurre parar y menos en un lugar sin restaurante, gasolinera, lavabos, zona de recreo, parking y zona vigilada con cámaras de seguridad. Los viajes de ahora son diferentes. Parecen menos naturales, más robotizados. Sólo hay prisas por llegar. 

Esto es un reflejo de lo que ha pasado en nuestra sociedad en todos los ámbitos. Los que tuvimos la suerte de poder vivir el pasado de hace sólo treinta o cuarenta años, podemos ver que la aceleración social que vivimos está lastrando nuestra minúscula pero querida existencia.


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