martes, 29 de noviembre de 2016

REGLA SOFÍA

Estos días se está celebrando el campeonato del mundo de ajedrez en Nueva York entre Magnus Carlsen y Serguéi Kariakin. El favorito es Carlsen, por lo visto es el defensor del título, noruego de 26 añitos. Ya fue campeón en 2013, con 22, igualando en juventud al mítico Kaspárov. El muchacho tiene dos ocupaciones profesionales, ajedrecista y modelo. Lo de ajedrecista no lo pongo en duda, lo de modelo ya es harina de otro costal, que diría mi abuela. Su cara de pan lo delata. Su rival Kariakin, también de 26 años, es ucraniano y “Gran Maestro” de ajedrez ruso, según la vanagloriada escuela soviética de ajedrez. Tiene su mérito, siempre hay un ruso dando la cara por ganar el campeonato mundial de ajedrez. Desde luego Kariakin no podría trabajar de modelo, de eso no hay duda, aunque nunca se sabe. Entre ellos hay diferencias notables, al ruso se le nota a la legua que es ruso, por decirlo de alguna manera. Al chico no le han sacado de casa nada más que para jugar al ajedrez, y eso marca. Tiene cara de alelado y luce vestimenta de otra década. Se ve que es un cerebrito, pero me gustaría saber como traslada ese dote a la sociedad en general. Quizá haciendo afición al ajedrez, que no es poco. En cambio Carlsen, que tiene nombre de cerveza, parece el típico joven occidental risueño y con ganas de divertirse, eso sí, la cara de bollo no se la quita ni Dios. Desde el punto de vista automovilístico es como comparar un Lada Niva y un Volvo XC60. 

Hecha la presentación de los ajedrecistas, me gustaría resaltar un aspecto del ajedrez llamado “Regla Sofía”. Antes de continuar expondré que habré jugado al ajedrez quince o veinte veces en toda mi vida. Recuerdo que en un hospital jugué con mi compañero de habitación varias partidas. El chico, entonces yo también era un adolescente, estaba emperrado en ganarme y cada vez que yo le ganaba volvía a desafiarme. Gané todas las partidas, quizá un camino se abría ante mis ojos y no supe verlo, o tal vez mi compañero era muy malo en estrategia. Qué más da, ahora es demasiado tarde. Después de aquella lejana semana que pasé en el hospital, he vuelto a jugar muy de vez en cuando al ajedrez. Alguna partida esporádica y nada más. De hecho he pasado años enteros sin ver un alfil y eso que en casa tengo un tablero con todas sus fichas, como todo el mundo. 

Pero volviendo a la actualidad, en la última partida entre Carlsen y Kariakin ha habido tablas. Eso es algo que pueden acordar ambos jugadores antes de la partida, aunque me parece inverosímil. En un partido de futbol con perder el tiempo paseando por el campo y no meter goles, al final empatan. En una partida de ajedrez desconozco la estrategia para empatar, quizá no muevan las fichas hasta que se acaba el tiempo o simplemente cuando pueden liquidar una ficha del contrario no lo hacen y mueven las fichas justo al revés, esto es, para no dañar al contrincante. O quizá llegan a un punto de inmovilidad de fichas debido a que solo quedan las reinas y una se persigue a la otra dando vueltas por el tablero eternamente. Sea como sea, existe la llamada “Regla Sofía” que impide acordar tablas. La verdad, eso de pactar un empate en una competición me parece cobarde, amoral y antideportivo, aparte de un engaño manifiesto. 

Y analizado la “Regla Sofía”, no estaría de más que se aplicara dicha regla en nuestra sociedad. Miremos a los políticos, a los bancos, a las grandes empresas energéticas y de construcción, a los poderes fácticos. Entre ellos acuerdan lo contrario de lo que anuncian. Igual que los ajedrecistas solo velan por su su propio interés y beneficio, en detrimento de los usuarios, el pueblo. La diferencia radica en que un ajedrecista no decide si perdemos poder adquisitivo y nos empobrecemos, en cambio los otros sí.

martes, 22 de noviembre de 2016

EN EL PUNTO DE MIRA

Como si fuera el asesino de Martin Luther King apostado al otro lado de la calle esperando a que su víctima saliera de una de las habitaciones del hotel Lorraine, o del propio John F. Kennedy cuando circulaba en coche junto a su esposa Jacqueline por la plaza Dealey de Dallas; Santiago Sánchez, propietario de una empresa de rótulos, se apostó con un fusil de asalto AK-47 (más conocido como Kalashnikov) en la habitación 412 del hotel Villa Real de Madrid, situado a 30 metros del la puerta de los leones del Congreso de los Diputados, para tener en el punto de mira al proclamado nuevo rey de España, Felipe VI. Pero no disparó. No era su intención, solo quería demostrar los enormes fallos de seguridad que pudieron conducir a un magnicidio y evitar así posibles atentados. Lo grabó todo y lo colgó en internet. Y no era la primera vez que lo hacía. Eso fue lo que declaró cuando lo detuvo la policía.

En los videos se ve perfectamente al monarca en el punto de mira, y no solo a él, sino también a la reina Leticia y a la plana mayor del Estado: al presidente Mariano Rajoy y a varios ministros y altos cargos. En sus incursiones asegura que pudo matar 12 veces a Juan Carlos I y seis a Felipe VI. Su modus operandi siempre era el mismo. Llegaba a un hotel cercano con la maleta cargada de armas, pagaba en metálico y esperaba el momento. Todo muy fácil. Jamás tuvo un problema con los controles policiales.

Su fecha preferida era el 12 de octubre. Durante varios años se apostó el una habitación de la cuarta planta del hotel Palace. En la voz el off de las grabaciones se podía escuchar perfectamente: "Una vez más, estámos en el hotel Palace. Tenemos a todo el Gobierno y a parte de la familia real en nuestro punto de mira. Todo se repite como un 'déjà vu', todos los ministros en el pasamanos, los jefes de la oposición en las tribunas, la alcaldesa de Madrid, el presidente de la Comunidad de Madrid y la nueva presidenta de la comunidad andaluza. Una vez más, estamos situados en nuestro puesto de francotirador, con nuestras armas preparadas, esperando el momento adecuado para abrir fuego. Por suerte, de forma simulada". En una de esas ocasiones Santiago entró con varios francotiradores al hotel y ocuparon diferentes habitaciones. Afirma en un video que “podía haber sido en magnicidio más grande de la historia. La tribuna de autoridades habría quedado arrasada con una ametralladora M-60”. En esas imágenes aparecen varios rifles. Santiago asegura que intentó contactar de forma infructuosa con diferentes autoridades para mostrar los errores de seguridad y evitar lo que él pudo perpetrar con tanta facilidad.


¿Qué hubiera sucedido si en un momento de éxtasis Santiago se hubiera sentido amo del destino de España y hubiera apretado el gatillo? ¿Quién reinaría? ¿La infanta Elena o su ex Jaime de Marichalar? ¿La otra infanta, Cristina, la que no se entera de nada de lo que hace su marido Urdangarín, o el propio Urdangarín, del que ya no se habla y robó lo que pudo y más con el amparo de la Casa Real? ¿Y Sofía, la mujer (por decir algo) de Juan Carlos I? ¿Por qué no? Sería algo así como la Reina de Inglaterra, pero de España. Más guay, ¿verdad?, aquí hay más sol y más fiesta. ¿Y si nos olvidamos de la frase “A rey muerto, rey puesto” y evolucionamos hacia una sociedad un poquito más democrática y se decide que todos los que componen la familia real (que no son pocos) se ganen el pan trabajando y dejen de vivir como reyes solo porque sean “hijos de”? ¿Y si Santiago le hubiera metido una bala en el entrecejo a Rajoy? ¿Lo hubieran enterrado junto a Fraga y compartirían mausoleo eternamente o quizá hubieran trasladado a la difunta pareja de gallegos al Valle de los Caídos junto a su querido Paco? ¿Y si Santiago se hubiera emocionado y con el calor del trajín de los disparos no hubiera dejado títere con cabeza sobre la tribuna de autoridades? Y quien dice Santiago, dice cualquiera, visto lo visto.

martes, 8 de noviembre de 2016

UN ASESINO A PEDALES

Ocurrió la noche de Halloween en un pueblo de Granada. Amparado por la oscuridad del local de copas, X aguardó el momento adecuado para llevar a cabo su vil acto. En su bolsillo una navaja de 15 centímetros, en su cabeza una firme convicción: apuñalar a Y. 

Son ya las cuatro de la madrugada. X observa con pasividad a decenas de personas disfrazadas que charlan animadamente, beben y bailan en torno a él. Su oportunidad acaba de presentarse. Un cliente ha lanzado varios vasos contra la barra y se ha formado una trifulca. El dueño del local y el vigilante de seguridad intentan apaciguar los ánimos. X mete la mano en el bolsillo y acaricia la navaja. Llegó el momento. Se acerca a Y por la espalda, lo contempla unos segundos y a sangre fría lo apuñala en el abdomen. X abandona el local tranquilamente aprovechando el tumulto. Mientras a Y le arde el estómago y se le escapa la vida sin darse cuenta desplomado en suelo, X huye en una bicicleta robada. Ahora pedalea desaforado, el peso de los hechos es mayor que la cautela necesaria para evaporarse sin levantar sospechas. En la fuga le asalta una terrible incertidumbre. ¿Qué hacer con la navaja manchada de sangre? Tanto le abruma este pensamiento que se deshace de ella arrojándola en el primer sitio que considera adecuado sin detenerse a sopesar la decisión: dentro de una tubería. Después, X continúa su pedaleo frenético cruzando la noche hacia ningún destino. Solo desea alejarse. Le gustaría volar muy lejos, pero las bicicletas no vuelan, de hecho esa bicicleta no es suya y eso comienza a incomodarle: alguien la puede reclamar y quizá le hayan visto huir en esa bicicleta. Pero hacer desaparecer una bicicleta no es tan fácil como una navaja, aunque la navaja tenga una hoja de 15 centímetros. No sabe si abandonarla o llevársela a casa. Decide abandonarla pensando que sería una decisión acertada. Si la encuentran en su casa podría ser su perdición. Pero una vez más X no acertó en su decisión. Los investigadores encontraron la navaja en el interior de una tubería a unos cincuenta metros del local y posteriormente dieron con la bicicleta abandonada. Ambos hallazgos fueron clave. Cruzaron las diferentes muestras de ADN encontradas en los dos elementos y encontraron una coincidencia: X.

Pese a que los servicios de emergencia lograron trasladar a Y hasta un centro médico, murió desangrado. La hoja de la navaja había seccionado la arteria ilíaca. Las irrefutables pruebas de ADN colocaron a X en el lugar del crimen y con el arma en la mano.