martes, 31 de mayo de 2016

PIMPAMTRUMP

Una día más asistimos con inusitada tranquilidad al arrogante despliegue verbal y gestual del que podría ser el nuevo presidente de la nación más poderosa del planeta. Este individuo, llamado Donald Trump, parece encenderse cuando le colocan un micrófono a su alcance. Es ponerse delante de las cámaras y pimpampum. Deber ser que de ahí le viene. El pumpampum —a partir de ahora se podría llamar pimpamtrump— es ese juego en que se procura derribar a pelotazos muñecos puestos en fila. Un juego de fuerza y destreza que apenas se ve ya en las ferias de los pueblos y que Donald Trump ha trasladado a la vida real. El multimillonario neoyorquino dice cosas como que los inmigrantes de México son todos unos corruptos, delincuentes y violadores o que la política exterior de su país son sus propios intereses. El pimpampum también tiene otro significado que se adecua aún más a la actitud del aspirante a presidente de Estados Unidos: en sentido figurado, someter a un grupo de personas o cosas a ataques sucesivos, ya sean agresiones físicas, críticas verbales o de cualquier índole, de modo que vayan “cayendo” una tras otra sin que quede ninguna de ellas “en pie”. 

Donald Trump, ultraliberal aburrido de bañarse en dinero, comenzó su carrera hacia la presidencia como un personaje de teatro, algo bufón y sin muchas posibilidades. Pero poco a poco ha ido ganando terreno a base de mítines populistas sin rigor y de agravios despectivos a sus competidores incluso dentro de su propio partido, hasta convertirse en el candidato republicano a presidir Estados Unidos. Visto desde la perspectiva que da el tiempo no me sorprende que Trump logre la presidencia de un país habituado a que personajes pintorescos campen a sus anchas en la escena política como si fuera un espectáculo. Quizá para los americanos la política tenga precisamente ese significado.

Este amante del pimpamtrump y autor de un libro titulado “Piensa grande y patea traseros en los negocios y en la vida” se postula como el nuevo salvador del mundo, para él Estados Unidos. No sé, pero ¿os imagináis al difunto Jesús Gil, cuando vivió su momento álgido, como candidato del PP y con serias posibilidades de alcanzar la presidencia de España? Claro que en Italia ya tuvieron lo suyo con Berlusconi. Y hablando de Berlusconi, ¿nos os parece que se aprecia un “aire”, un “no sé qué”, entre las caras de de Berlusconi y Trump? Solo queda hacer un Gran Hermano o un Supervivientes de políticos. ¡Ojo!, tal vez ya estemos asistiendo al espectáculo televisivo y no seamos conscientes.

martes, 24 de mayo de 2016

Y VUELTA A LA EDAD MEDIA

Como si del medievo se tratara hay “autoridades” que se jactan de establecer los criterios a seguir por el resto de la sociedad, que no para ellos. Pondré un ejemplo, que por desgracia no es el único. Se trata de Juan Rosell, oficialmente presidente de los empresarios españoles y oficiosamente emperador de emperadores, condes, duques y marqueses. Juan, como lo llamará cualquiera que lo conozca un poco y creo que a estas alturas ya le conocemos y sabemos de qué pie cojea, ha dejado caer en los medios de comunicación uno de sus dogmas: "el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX". Visto desde el otro lado del espejo, Juan vino a decir que el trabajo hoy en día es —y si no lo es tiene que serlo, pensará— temporal e inseguro y consecuentemente mal pagado, justo lo que él desea como empresario y explotador. Solo daré un dato: la media de contratos fijos en Europa en casi un veinte por ciento mayor que en España. ¿Hacia dónde quiere llevarnos Juan y los suyos y los políticos que los secundan? Hacia Europa no, desde luego. Más bien hacia otro continente situado más al sur o hacia el este. Mano de obra barata en casa. Para que haya ricos tiene que haber pobres, o como sería más adecuado en la actualidad: para que haya clase alta tiene que haber clase baja.

También nos ilumina Juan con sus palabras, venturosas donde la haya, al decir que el que quiera trabajar tendrá que ganarse el empleo todos los días. Esta afirmación tiene su miga, aunque no lo parezca. Es evidente que los asalariados se tienen que ganar el empleo cada día porque pueden ser despedidos en cualquier momento por cuatro miserables duros (perdón, euros). Entonces, ¿por qué lo dice? Es de suponer que su idea, la que no se atreve a desvelar por miedo a que el pueblo se rebele, vaya en la línea de utilizar a las personas como si fuéramos un elemento más del negocio, como la cerveza para un bar o la harina para una panadería. Lo que él piensa en realidad sería algo así: En una semana que hay más trabajo dispongo de diez personas adicionales por un precio económico y pasado este tiempo las despido. Si al mes siguiente necesito de nuevo a veinte personas, las contrato utilizando el mismo procedimiento y las despido. Eso sí, a ser posible que cada uno de ellos se pague su seguridad social, que sean autónomos, bastante hace el empresario con proporcionarle un empleo (aunque sea una mierda de empleo). Al cabo de un año el empresario habrá contratado y despedido a ochenta personas pagando salarios irrisorios y la seguridad social habrá recibido su parte ínfima. El beneficio del empresario habrá sido el mismo que si hubiera tenido a esas ochenta personas en nómina durante todo el año, pero pagando mucho menos en salario y nada, o muy poco, de seguridad social, dependiendo de si los contratados son autónomos o no. Es evidente que el empresario ha ganado más dinero que si hubiera tenido a esos ochenta trabajadores contratados como fijos, pero la pregunta es la siguiente: ¿El beneficio le habría dado al empresario para pagar a todas esas personas un salario decente en el marco de un contrato fijo? Diría que sí, o al menos en la mayoría de los casos. Esto sería bueno y necesario para el mantenimiento del sector público porque se pagaría a la seguridad social la pertinente cantidad y el trabajador pagaría a hacienda lo que le corresponda. Las arcas del estado se sostendrían, no recortarían en sanidad, ni en educación, ni en prestaciones sociales. Pero claro, los empresarios (esto es, los condes, marqueses y duques de hoy en día) obtendrían menos beneficios. Por lo tanto, los empresarios están de acuerdo en que hay que abogar por una contratación temporal e insegura, no vaya a ser que el estado tenga demasiado dinero y no se pueda privatizar. Por supuesto el hecho de privatiza lo público beneficia a los empresarios, son ellos los que se quedan con un negocio ya creado. Y parece que lo están consiguiendo, a los hechos me remito. Y a cambio, casi un 40% de la población vive en el umbral de lo que ellos llaman “clase baja”. Porcentaje que ha subido casi un 15% en los cinco últimos años. 

Pero Juan nos ha enseñado el camino en varias ocasiones. Aquí os dejo alguna de sus perlas, que comparten esos condes, duques, marqueses y políticos lameculos que pertenecen a lo que ellos llaman “clase alta”: 
—“A lo mejor habrá que pagar más impuestos y tener menos servicios, pero así es la vida. La vida no es fácil”. Supongo que no lo dirá por él.
—“No se puede ligar el incremento anual de los sueldos al IPC”. Lo mismo, supongo que no lo dirá por él. 
—“Ahora amas y amos de casa se apuntan al paro para cobrar subsidios”. Tela marinera, tiene enjundia la frase. Sin comentarios. 
—“Las pensiones no van a ser suficientes por mucho que queramos y por mucho que las incrementemos”. Se detecta un ligero anhelo de privatizar las pensiones y de no aportar ninguna solución como podría ser que pagase el que más tiene, ya que es él y los de esa “clase alta” los que más tienen.

Lo dejo aquí, no vaya a ser que algún iluminado como Juan se anime y sugiera recobrar el derecho de pernada. A más de uno le rondará por la cabeza. 

Tengo la sensación de estar delante de un espectáculo testimonial. Empresarios, políticos y sindicatos parecen actores que comen del mismo pastel: el proletariado.

martes, 17 de mayo de 2016

EL PRECIO A PAGAR

Las personas que están en la élite de una profesión entregan su vida para lograr ese estatus e intentar mantenerse “en el reino de los cielos”. Jornadas interminables de trabajo, reuniones extenuantes, acuerdos al límite, desacuerdos inesperados, fines de semana inexistentes, noches en vela, incomprensión de la pareja, llamadas de trabajo a cualquier hora del día y cualquier día de la semana, pesadas comidas de correligionarios, más pasajes de avión que pelos en la cabeza, desafección familiar, visitas al cardiólogo y al psiquiatra, veranos en invierno, amores fugaces, una extensa colección de móviles con una guía de cínicos y necesarios contactos, ejercer de lameculos (incluso en la cumbre) más ocasiones de las deseadas, amigos que se vuelven enemigos, soledad a pesar de estar rodeado de personas en su mayoría hipócritas, sentir el aliento de hacienda en la nuca de forma constante, soberbia y vanidad en vena, mirar la hora como el que mira a Zeus, sentirse querido y odiado a la vez, desear una corona en vez de un sombrero… Es el precio a pagar. Lo consideran un sacrificio ineludible, una especie de llamada del más allá, una espiral absorbente de la que no se puede salir, en definitiva, una vida dedicada a los demás. Para ocultar su sentimiento egocéntrico no se achican al proclamar a los cuatro vientos que gracias a su inestimable labor vivimos en un mundo mejor y que todo nuestro “bienestar” se sustenta sobre sus espaldas. 

Por suerte hoy en día la libertad de expresión en los medios de comunicación está demostrando que todos esos “sacrificados” no son más que un puñado de buitres que exhiben plumaje de pichón. Aun así, la ignorancia juega en su ventaja y permite que los feligreses sigan creyendo. 

Se adiestra a la gente para que luche por ser el mejor, dedicar su vida, si hace falta, para lograr el éxito. Y eso significa ascender a la cumbre como sea y luchar a brazo partido por permanecer en lo alto. No hay nada mejor, se nos dice. Habrá quien vea el precio a pagar como algo necesario porque siempre hay que pagar un precio, tanto si intentas lograr el éxito como si no. Y es posible que algunos piensen que esforzándose lo indecible lograrán el deseado fin apoteósico. Se inculcan unos valores que muchas veces llevan forzosamente a la decepción. Para lograr meterse en ese grupo selecto solo hay dos formas: o te viene de cuna o te abres camino a base de navajazos traperos, incluso a veces se da la tremebunda combinación de ambas formas. ¿Y todo esto para qué? Quizá para satisfacer un insaciable ego personal y responder satisfactoriamente a un adiestramiento educacional y social enormemente competitivo que en su finalidad solo tiene un sentido individual y autodestructivo. Es posible que los “elegidos” tengan la mente tan retorcidamente manipulada que ni siquiera se den cuenta de lo que son. Pero no lo creo así, al contrario, durante su ascenso a la cumbre han tenido que comulgar con el diablo y acceder a sus lacerantes peticiones en tantas ocasiones, que cuando por fin tocan la ansiada cúspide con sus propias manos, lucen unos cuernos en los lóbulos parietales de un palmo de largo. 

martes, 10 de mayo de 2016

LOS MISTERIOS DE VELÁZQUEZ (II)

Continua…

Velazquez no fue admitido por la Orden de Santiago. El hecho enfureció a Felipe IV, que tenía al pintor en gran estima, y se decidió a tratar el asunto directamente con el Papa. La vinculación de la Orden con el Papado era evidente, si bien los caballeros de Santiago esgrimían sus estatutos como requisitos imprescindibles para producir el ingreso de cada nuevo caballero. El rey Felipe IV “removió Roma con Santiago” —justamente desde entonces se popularizó la conocida expresión—, y consiguió, por fin, que se hiciese un nuevo proceso de ingreso, al cual acudió como testigo principal, un amigo de Velázquez, también pintor, llamado Francisco de Zurbarán, famoso ya por ser un pintor netamente religioso, el cual en un malabarismo dialéctico, explicó al cabildo que ni mucho menos las manos de su amigo eran las que les daban de comer, sino que con ellas sólo hacía que expresar su arte, cosa que, por otro lado, era de público reconocimiento. En pocas palabras venía a decir que Velázquez no era un artesano, como se consideraba en España a todos los pintores, incluido él, sino que  de la misma forma que sucedía en otros países, Italia por ejemplo, los grandes pintores eran cortesanos y, por tanto, no comían de sus manualidades.

Es indudable que la Orden cambió su veredicto, pero eso no fue hasta el año 1659: ¡Tres años después de haberse pintado el cuadro! Por lo tanto, surgen diferentes misterios. ¿Cómo es posible que tres años antes el pintor supiera que le iban a declarar caballero de la Orden de Santiago? ¿Sin ostentar esa distinción, se hubiese atrevido a lucir el emblema de la Orden? Es muy probable que no. No fue un acto de soberbia pintarse con la cruz en el pecho, ni el rey se lo hubiera permitido, pero entonces, ¿cómo es que la luce de manera tan ostentosa? La pintarían después, podrá decirse y seguro que se acierta, pero ¿quién la pintó?

Cuando se produce el nombramiento, Velázquez es un anciano enfermo y próximo a su muerte, que se producirá un año después. Por otro lado el cuadro se encontraba en el Real Alcázar de Madrid, al parecer en el despacho del monarca, por lo que no es fácil que el pintor pudiera haberlo actualizado con la famosa cruz. En otra consideración, no cabe la menor duda de que la persona que añadió la cruz en rojo, sobre el fondo negro del jubón, sabía lo que estaba haciendo. Será un añadido, lo sabemos porque la cronología es así de intransigente, pero de la propia contemplación del cuadro no se puede desprender que estemos ante un apaño ocurrido tiempo después. Es aquí donde el mito logra, con su fina ironía, ese toque sublime que transforma lo corriente en único. Ese toque que a veces produce justamente lo contrario, pero siempre es insólito y enigmático.

¿Quién pintó la cruz sobre el pecho de Velázquez? Cuenta la leyenda que enfurecido porque el reconocimiento del alto honor de pertenecer a la Orden de los Caballeros de Santiago, le hubiese llegado al pintor tan tarde que apenas pudiera disfrutarlo, el propio monarca, Felipe IV, a la sazón con mucho años encima y bastante aquejado, pintó de su propia mano la cruz roja que es el objeto de misterio. Esta es una posible solución al enigma, pero por lo poco que entiendo de pintura diría que no. Quien pintó aquella cruz tenía mucho oficio y a menos que el propio monarca fuese un pintor consumado en sus ratos libres, no podría haber conseguido la naturalidad con que el adorno luce sobre el pecho. Entonces, ¿quién la pintó? La solución al misterio parece evidente: la cruz la pintó Velázquez, aunque achacoso, cuando se acercó por los reales Alcázares llevando en su mano el pergamino que le acreditaba como miembro de la Orden y con el deseo de mostrárselo al rey, al que a su vez quería agradecer su intervención. El rey estaría en su despacho cuando el pintor apareció por allí a darle la buena nueva. Como dos amigos, celebraron el acontecimiento y al rey se le ocurrió una terrible venganza: “¿Porqué no fastidias a esos soberbios y te pintas la cruz en el pecho en ese cuadro de la Infanta?” Vendría a decirle, más o menos, señalando el majestuoso cuadro. Y el otro, ni corto ni perezoso, abrió la caja de pinturas que siempre llevaba consigo, subido a un escabel de madera de olivo, en donde el rey apoyaba los pies en sus momentos de descanso, y pintó la “cruz de gules” en su propio pecho.


martes, 3 de mayo de 2016

LOS MISTERIOS DE VELÁZQUEZ (I)

Una de las muchas pinturas, orgullo de la pinacoteca más importante del Mundo, el Museo del Prado, es un lienzo de proporciones descomunales en el que las figuras están pintadas a tamaño real y que llevaba por título La Familia de Felipe IV. Con ese nombre no es ahora conocido, pero así figura en todos los inventarios de los palacios en donde estuvo expuesto y no es hasta 1843 cuando figura en el Museo del Prado con el nombre por el que se le conoce actualmente: Las Meninas.

Todo el mundo sabe que este cuadro es una de las más importantes obras de la pintura universal y no faltará quien diga que es la mejor pintura que jamás haya salido de artista alguno. Su autor es Diego Rodríguez da Silva Velázquez, nacido en Sevilla en el año 1599. Su padre era de ascendencia portuguesa y su madre sevillana. Siguiendo la costumbre de la época, adoptó el apellido materno por el que fue mundialmente conocido.

En el cuadro, según dicen los estudiosos y entendidos en pintura, se compendia, como si de una enciclopedia se tratara, todo lo que se puede saber sobre pintura. No se conoce con mucho detalle la fecha en que fue pintado, ni cuanto tiempo invirtió su autor en terminarlo, pero algunos datos ayudan a hacer una datación bastante certera. La figura principal, colocada en el centro de la tela, es la Infanta Margarita de Austria, que representa unos cinco años y que por saberse que nació el 12 de julio de 1651, se piensa que el cuadro debió pintarse sobre el año 1656. Tampoco tiene firma, pero eso fue porque no le hacía falta. Velázquez firmó con su autorretrato.

A la vista del cuadro, se piensa que eran las niñas (meninas en portugués) el objeto del mismo, pero una observación más detallada nos refleja muchas cosas más. El pintor se encuentra tras un enorme lienzo, en el que se aprecia que está trabajando y dirige la vista hacia el objeto que está pintando que parece quedar en el anonimato, pero un espejo colocado al fondo de la habitación nos desvela el misterio. Dos personas aparecen en la imagen que el espejo devuelve al espectador y estas personas son el rey, Felipe IV y su esposa Mariana de Austria. Felipe IV reinó más 44 años, uno de los reinados más largos de la historia española. Fue Rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y conde de Borgoña.

Muchas cosas más transmite esta pintura al espectador pero de entre todas ellas, yo me quedo con la más enigmática de todas: el autor. Si se observa el cuadro con detenimiento, no cabe duda de que Velázquez se ha querido favorecer a sí mismo, pues en el momento de pintarlo debía tener cincuenta y siete años, edad avanzada para la época, aunque en la pintura se ve a un hombre mucho más joven y apuesto, elegantemente vestido de negro y sobre cuyo pecho luce para que todos la vean, la Cruz de Santiago, una de las cuatro Ordenes Militares y quizás la más prestigiosa de todas.

Si leemos un tratado de heráldica, describirá la Cruz de Santiago como Cruz de Gules (que quiere decir rojo intenso), simulando una espada, con sus dos brazos y la empuñadura terminados en flor de lis que representa el honor sin mancha. Con muchos más aderezos propios del protocolo de la heráldica, la Cruz de Santiago es la emblemática figura que los monjes-soldados lucían en sus capas blancas y estandartes y en el pecho.

Ingresar en la Orden militar de Santiago no era cosa sencilla, es más, la cosa era bastante complicada porque había que demostrar sin ningún género de dudas que se poseía limpieza de sangre. No valía ser converso, aunque lo fuera por muchas generaciones; la condición de cristiano viejo tenía que quedar claramente demostrada. Además, había de presentarse un linaje de hidalgo por la sangre o fuero, no por privilegio, como muchos adquirían la hidalguía; y por último, demostrar que no se subsistía gracias al trabajo de las manos sino que se poseían otros recursos económicos que liberaban al aspirante de trabajar para comer.

Con esas premisas, Diego Velázquez, el pintor del rey, tuvo muy difícil el acceso a la mencionada orden. En primer lugar su familia paterna procedía de Oporto, en Portugal, en donde no se sabía cual era exactamente la ascendencia del artista, si bien, por parte de su madre la cosa de las creencias religiosas resultaba más fácil de comprobar. Su hidalguía no constaba por parte alguna y de gozar de dicho privilegio lo sería de esa manera, por privilegio real, cosa que la orden contemplaba como excluyente. Y, por último, lo más evidente de cuantas premisas se incumplían: un pintor ha de trabajar forzosamente con las manos para ganarse el sustento, por muy artista y pintor real que fuera y por mucho que la monarquía le tuviese en gran estima y pagase altamente sus trabajos.

Al hablar de la limpieza de sangre, es necesario detenerse un momento para explicar hasta qué punto llegaron a estar las cosas. El primer estatuto de limpieza de sangre se dio en 1449 en la ciudad de Toledo, en donde se consideró que dado los crímenes, las herejías y las agresiones contra los cristianos viejos, los conversos eran indignos de ocupar cargos públicos en todo el territorio de la jurisdicción de los reinos de Castilla y Aragón. La Iglesia se opuso a semejante atrocidad, pero lo cierto es que años después, el Papa Borgia, Alejandro VI, aprobó un estatuto de pureza de sangre para la Orden religiosa de San Jerónimo. Desde entonces, los gremios, determinados estamentos sociales y las Órdenes Militares, aplicaban el precepto para admitir a nuevos miembros. La situación llegó a ser tan desquiciante que los caballeros y personas de las altas esferas de la nobleza, acostumbraban a descubrir totalmente el brazo con el que manejaban la espada, para que se pudiera ver la claridad de su piel, sin mezclas con las pieles oscuras de los judíos o de los moros. Esa costumbre acuño el término que desde entonces se usa para distinguir a la gente de la realeza, como de “sangre azul”, porque a través de las pieles claras se dibujaban las azuladas líneas de las venas.

Así las cosas, Velázquez fue desechado por el capítulo de la Orden de Santiago y no se concedió al pintor el ingreso en la misma. Entonces, ¿por qué en Las meninas aparece con la con la famosa cruz sobre su pecho? 

(continuará…)