martes, 30 de junio de 2015

LA ABUNDACIA INDESEABLE

Nada más despertarte, lo primero que notas por estas fechas, es un exceso de sol, de luz solar, “de buena mañana el Lorenzo está pegando de lo lindo”. Tu ritmo circadiano no puede estar más alterado, es como si estuvieras de fiesta hasta las tantas día tras día. A esto hay que sumar el calor sofocante que padecemos toda la población estos días veraniegos, otro exceso, ¿verdad?, pero piensas: ¿exceso para quién? Si un danés o un finlandés pasasen unos día de vacaciones por nuestras tierras se quejarían del calor. Posiblemente, sí. Pero no se quejarían de que el sol salga tan pronto. Quizá por costumbre, en sus latitudes las noches son aún más cortas. En cambio, a un nigeriano le pasaría justamente lo contrario. En fin, qué más da, son comparaciones hiperbólicas. Sigamos con los excesos. 


Después de asumir con resignación natural esa abundancia de luz solar y de calor, te duchas, te vistes y te diriges con valentía a la calle. Y aquí aceptas que “el creador” fue sabio: permanecer adormecido, en estado de no-conciencia-plena, durante la primera media hora es muy conveniente, porque tener que aguantar con buena cara los excesos que nos atropellan de golpe nada más poner el pie en la calle, “es una pasada”, que diría mi amigo Fernandito. No llueve desde hace dos meses y la contaminación es tan exagerada que casi puedes tocar el aire grisáceo que nos rodea, es un aire a punto de cambiar de estado, de gaseoso a líquido. Caminas hasta el primer semáforo, te paras, está en rojo, tienen preferencia los vehículos. En el minuto de espera pasan entre cien y ciento cincuenta automóviles más seis autobuses delante de tu cara. Todos ellos dejando en tu misma nariz doce millones (o más, quién lo sabe) de partículas tóxicas que tú respiras. No te queda otra, o eso o vas haciendo el ridículo por la calle con máscara y bombona de oxígeno rebajado como has visto en alguna ocasión. A veces, en un acelerón, un vehículo conducido por una persona con prisas, suelta un humo negruzco que condensa todavía más el aire contaminado hasta hacerlo absolutamente irrespirable. Estornudas y escupes de asco, en la garganta se te había colado algo invisible y sucio. Por fin puedes cruzar el semáforo, tu primera victoria. Caminas hasta el siguiente semáforo y la misma historia vuelve a repetirse, solo que en este te comes tres acelerones. Cruzas y logras llegar a la boca del metro. Bajas al andén sin necesidad de mirar las flechas que indican las diferentes direcciones y líneas, es un camino que has hecho un millón de veces. Está abarrotado. Evitas ponerte delante por temor a que vaya llegando más gente al andén y al final tengas que luchar por no caer a las vías. Eso sucede cuando entra en metro en la estación y la gente se pone nerviosa y comienza a empujar antes de tiempo, antes de que llegue en tren. Situación incómoda que ya has vivido y ahora rehúyes, lógico. Eliges las segunda o tercera fila, porque más atrás cabe la posibilidad de no entrar en el metro que venga por llenarse antes de que tú logres entrar. A pesar de estar bajo tierra y no dar el sol, aquí no sucede lo mismo que en las bodegas de vino, hace un calor infernal, te caen goterones por la frente y la camisa se te queda pegada en la piel. Los empujones son constantes. Oyes el metro, no lo ves, imposible con tanta gente. Ya llega. Frenazo y las puertas se abren. Durante unos diez o quince segundos se produce unos de los mayores enigmas de la física cuántica relacionados con la masa y el espacio. Ni el mismísimo Einstein sería capaz de dar con la fórmula. Del vagón de metro que tenemos delante sale más gente que hay en el andén esperando a entrar. No se por dónde pasan, pero pasan. El caso es que logras entrar al vagón y te maravillas porque en el interior todavía hay más gente de la que ha salido. Las sardinas en su latita están mucho mejor que tú. Menos mal que hay aire acondicionado. Con una mano te sujetas como puedes a una barra, está más lejos que nunca, aunque que más da, es imposible caerte. El sobaco de una mujer gorda y grande con problemas razonables de sudoración está a quince centímetros de tu nariz. Imposible huir. Aguantas estoicamente. Llega la siguiente parada, a ti te quedan ocho, transbordo y otras cinco. Gracias a Dios que todavía vas medio dormido y quizá anestesiado por el ambientillo. Se abren la puertas, te empujan en la espalda, brazos, piernas, culo y hasta la cabeza. Incluso en alguna ocasión has sentido un restregón en el paquete. Siempre hay algún rezagado nervioso que iba distraído con el móvil y que empuja con más afán, por nada del mundo quisiera pasarse su parada, “por favor, voy a salir…”. Un río humano sale y otro entra, y tú en medio. Es como si una ola que te sobrepasa, te arrastrara dando vueltas y apareces apaleado en la orilla. Al final, milagrosamente las puertas vuelven a cerrarse y el metro continua hasta las siguiente parada. Así ocho veces, más un paseo por pasillos y escaleras mecánicas (algunas otras a patita) infernales y cinco estaciones más de otra línea. Cuando llegas a tu destino y sales a la superficie buscas la sombra de un árbol, miras el móvil, vas bien de hora. Caminas tranquilamente hasta el semáforo, más vehículos contaminantes. Cruzas y dudas si meterte o no en un bar a tomar un café, todavía no has desayunado. Ves, a través de los grandes vidrios a tres tipos de tu trabajo. Mejor continuas, te esperan ocho horas o más con tipos como ellos, más que suficiente. Caminas bajo las cornisas buscando la sombra hasta la puerta del edificio de tu empresa, El Corte Inglés, un hito y otras muchas cosas que mejor callar. Un pitillo antes de entrar. Ves a las chicas de la sección de lencería, algunas son jóvenes y guapas, no sabes por qué pero te parecen las chicas más sexis de la empresa, aunque de las diez o doce que trabajan en la sección solo cuatro o cinco son guapas. De hecho hay tres, que actúan como de jefas por su antigüedad, que son más bien gordas y de otra época, por decirlo suavemente. Piensas en ello mientras fumas. Tiras la colilla al suelo y la pisoteas. Después te sientes mal por no haberla apagado en el enorme cenicero con arena lleno de colillas clavadas como estacas que ha puesto la empresa para los que salen a fumar. Bueno, que más da, piensas para buscar tu equilibrio, hay tanta abundancia que tu acto antisocial queda diluido en un cosmos hiperbólico. Vuelves a mirar a las chicas de lencería, una de ellas te sonríe, una morena de ojos verdosos y buena delantera. Le devuelves la sonrisa. ¿Cómo se llamará?, tienes que averiguarlo. Entras y te preparas para una larga jornada.

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