martes, 12 de enero de 2016

LA INFANTA Y EL GUISANTE

En un país muy, muy, muy cercano, vivía una bella infanta de dulce sonrisa y tierno corazón. Su cabellos de oro eran la luz que iluminaba el reino de su padres, los reyes. La hermosa infanta tenía un hermano mayor, el apuesto príncipe del reino, y una hermana, otra bellísima infanta pero con menos encanto que ella. Los tres hermanos vivían muy felices, pasaban largos veranos en su palacio cercano al mar y los inviernos se divertían jugando en las montañas con la nieve. El rey, aficionado a la caza, ejercía su mandato con rigor y nobleza. La reina, figura discreta, destacaba por su elegancia y su buen hacer. Todos sus súbditos vivían alegres, los vítores del pueblo surgían al paso de tan querida familia real.

Un día, la bella infanta encontró un pretendiente. Se trataba de un apuesto caballero de noble linaje. La boda real se celebró por todo lo alto. El pueblo, encandilado por la majestuosa estampa que formaba la pareja, festejó con alegría y alborozo el casamiento durante tres días y tres noches. La nueva pareja real se fue a vivir a una ilustre casa y tuvieron varios hijos de noble linaje. Mientras tanto, la bella infanta y su marido se ganaban la vida honradamente colaborando en mejorar la sociedad mediante obras benéficas y la organización de eventos públicos ventajosos para sus súbditos. Eran todo un ejemplo de laboriosidad y ofrecimiento altruista. Una noche, antes de irse a dormir, unos de los preciosos hijos de la bella infanta colocó un guisante bajo del colchón de su padres. A la mañana siguiente el niño se sorprendió al ver que sus reales padres se levantaron como si nada, incluso los veía más alegres que nunca. No lo entendía, las personas de sangre real no pueden dormir con un guisante bajo el colchón porque son de piel muy delicada y sensible, él lo había leído mil veces. Ese día, tanto su padre como su madre recibieron visitas de personas importantes. Cuando sus padres se quedaron solos abrieron una botella de champán a modo de celebración. Esos encuentros se repitieron durante meses, los mismos meses que el guisante permaneció bajo el colchón sin crear ningún efecto negativo en los reales padres. Decepcionado por el resultado, el hijo real decidió quitar el guisante de su lugar. Pero entonces sí sucedió algo, las celebraciones dejaron de sucederse y la alegría que irradiaban sus reales padres, sobre todo su madre la infanta, fue menguando paulatinamente. Seguían recibiendo visitas, pero después, sus semblantes eran serios. La alegría que antes fluía por la ilustre casa se había convertido en una nube de pesimismo. Una mañana los dos se fueron y no volvieron hasta el día siguiente. A los pocos días el padre desapareció durante una larga temporada, motivos de trabajo, decía la madre e infanta del reino. Su ilustre casa fue vendida y se trasladaron a otra más modesta. La infanta se sumió en una depresión que la mantuvo encerrada en su cuarto durante meses. Sus hijos no alcanzaban a comprender la situación. 

El mismo niño que había colocado el guisante bajo el colchón de sus padres hace mucho tiempo, pensó en volver a colocarlo de nuevo. Su infantil razonamiento fue el siguiente: desde que quité el guisante mi noble madre está muy triste y hace una eternidad que no veo a mi padre. Pensó que si volvía a colocarlo bajo el colchón todo volvería a ir mejor, la alegría brillaría una vez más en la cara de su madre y su padre volvería de ese trabajo que tanto tiempo lo mantenía alejado de casa. Y así lo hizo, una mañana colocó de nuevo el guisante bajo el colchón de su madre. Al día siguiente no sucedió nada. Extrañado esperó unos días más. Decepcionado al ver que su madre continuaba derrumbada y su padre no aparecía decidió renegar de sus padres. Se dio cuenta que sus padres lo había engañado durante toda su vida. Y colorín colorado…

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