miércoles, 17 de diciembre de 2014

LA LUZ DEL MEDITERRÁNEO


Cuando tenemos delante de nuestros ojos un cuadro de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863 - Madrid, 1923) lo primero que percibimos es un talento excepcional para transmitir con sus pinturas sentimientos humanos íntimamente relacionados con la belleza, la vida y la luz. 

Sus trazos nacen en el sistema límbico, la región del cerebro que alberga la vida emocional, y se transmiten al lienzo a través de sus manos mediante un proceso instintivo. Todo su organismo se involucra en esa tarea creativa e intuitiva, de tal forma que su mente y su cuerpo actúan en perfecta sintonía como si fuera un ente unicelular. Pintar fue su manera de expresar que estaba vivo, disfrutaba con lo que hacía, para él la vida era una fuente de disfrute y gozo. Tenía un gran sentido de la belleza y un instinto estético extremadamente desarrollado. Esa sensibilidad tan humana y la maravillosa capacidad para representar escenas cotidianas y mundanas le hacen acreedor de la afabilidad de cualquier persona que se asome a sus pinturas.

Tildado de impresionista, una de las aportaciones más importantes "del maestro de la luz" es que incorporó al arte español a finales del siglo XIX la gran corriente artística del naturalismo que se desarrollaba en Europa. El éxito del artista valenciano se basó en su espectacular diversidad cromática y su forma de usar el color, pero sobretodo en su manera de tratar la luz, la luz del mediterráneo. Como todos los grandes pintores de la historia, el color en Sorolla es extraordinariamente personal, con una paleta inconfundible. Pone el color al servicio de la descripción verídica, la realidad que le rodea. Lleva la tradición de la pintura al aire libre a su punto máximo. Interpreta la luz de forma intuitiva, espontánea y viva. Sus obras respiran vida por lo cuatro costados.


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