martes, 7 de abril de 2015

RECUERDOS DEL ABADENGO

No se dónde leí un artículo sobre lo aconsejable de vivir momentos poéticos colmados de gráciles sensaciones, momentos que alimentan el alma, mucho más que un suculento solomillo o un primoroso rape o un delicioso y afrutado vino, que también, pero de otra manera, además, siendo de donde somos, sería un pecado no caer en estas tentaciones. 

Estos días de semana santa ya pasados, al menos para mí, he encontrado momentos realmente inspiradores que han cargado mi memoria de preciosas imágenes y recuerdos puros. Recuerdo las mágicas puestas de sol, miraba ensimismado el ancho horizonte castellano como si fuera un mar mecido por suaves colinas onduladas y allá, donde se pierde la vista, el sol anaranjado ocultándose, sin prisa pero sin pausa, y despidiéndose hasta un nuevo día, por tierras portuguesas mientras acariciaba melosamente la ribera del Duero. 

Recuerdo el dulce olor de de los manzanos y ciruelos floridos; de las aguerridas encinas y de las escobas silvestres que pueblan los campos del Abadengo. Recuerdo los caminos serpenteantes que se adentran en un paisaje natural e infinitamente vivo, tanto que uno llega a sentirse unido a ese entorno cien millones de veces más que cuando estás en una cuidad. Si cierras los ojos e intentas sentir todo lo que hay a tu alrededor es fácil darse cuenta de lo maravilloso que es, y si luego los abres, la comunión es casi absoluta. 

Recuerdo a mi hijo corriendo por uno de esos caminos y gritando que había encontrado una enorme huella de dinosaurio mientras escalaba una roca cubierta de líquenes para señalar desde lo alto su fabuloso hallazgo, luciendo una cara de asombro incomparable y una sonrisa de plena felicidad. Recuerdo las arquitectónicas paredes de piedra centenarias creadas por verdaderos artesanos para delimitar las lindes de las tierras que pueblan toda la campiña. Recuerdo un inmenso cielo azulado, el más amplio e inmaculado que he visto jamás, perfilado en lo alto por débiles cirros de formas caprichosas unas veces, y otras, por pequeños cúmulos flotantes que parecen de algodón. Un cielo sublime que me atrae sobremanera y del que estoy totalmente prendado. Algunos quisieran esparcir sus cenizas en el mar, otros en la tierra, pero yo quisiera en el cielo, en ese cielo. Algo imposible gravitacionalmente hablando, pero ya se sabe, los deseos y los sueños a veces son pura fantasía.

Recuerdo los primeros pasos de mi otro hijo por esas veredas, quizá los segundos ya, corriendo con paso todavía incierto en busca de su madre al ver como un pequeño rebaño de ovejas se acercaba balando. Recuerdo la mirada perdida de algún burro fiel, un Platero, que a pesar de los tiempos que corren, continúa ayudando a su amo en las labores de campo, transportando aperos y conduciendo la ganadería con una maestría ya en desuso. Recuerdo las conversaciones con el tío Quico (casi centenario), hombre alegre y poseedor de una sabiduría humana íntegra y cabal. Hablar con él de cualquier tema es lo más parecido a una confesión interior, ves que todavía hay mucho asimilar, mucho que aprender para comprender la vida misma. Recuerdo el canto atolondrado y confuso de los gorriones y las golondrinas, el vuelo temeroso de las tórtolas y la carrera fugaz y huidiza de un conejo a través de los matorrales y las zarzas.


Recuerdo unos día adorables cerca de las personas que más me importan, días repletos de instantes líricos que ya ocupan y son una parte de mí. Recordar es volver a vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario